(colaboración de Marie Lissette Alvarado)
El año de 1969 me trajo importantes momentos que marcaron un cambio radical en mi forma de ver el mundo, el espacio y la vida misma.
Papá trabajó casi toda su vida para la Embajada de los Estados Unidos, era el ingeniero encargado de los equipos de comunicación y de las máquinas de cine que utilizaba la Embajada para la divulgación de noticias, y otros programas audiovisuales de extensión cultural y científica, en la sección conocida por sus siglas como VOA (Voice of America), del departamento de USIS.
Escuchaba a papá comentarle a mamá los proyectos, actividades, los inconvenientes que se presentaban y cosas que en aquel momento era imposible que yo entendiera. Pero la sola mención de la exploración espacial, me llamaba poderosamente la atención y creo que sentía mucho más curiosidad por conocer y ser parte de todo aquello.
Escuchaba a papá comentarle a mamá los proyectos, actividades, los inconvenientes que se presentaban y cosas que en aquel momento era imposible que yo entendiera. Pero la sola mención de la exploración espacial, me llamaba poderosamente la atención y creo que sentía mucho más curiosidad por conocer y ser parte de todo aquello.
El estrés que vivía papá era enorme, y eso afectaba a toda la familia por igual. Mamá estaba pendiente del televisor. El único en la casa estaba en la sala, era grande, dentro de un mueble de color café claro por unas partes y café oscuro en otras, con pantalla en blanco y negro, no recuerdo la marca (quizás era un Phillips), pero era lo último en teles de aquellos años. Era más frecuente tener el radio encendido y mamá lo tenía en la cocina, pues las labores de la casa tenían que seguir su camino, así se cayera el cielo.
Pero había algo que me tenía hipnotizada y es que en el fondo de la casa, había una habitación donde papá tenía un gigantesco radio de color gris marca Fisher, con un dial con decenas de numeritos que indicaban las frecuencias. Se podía escuchar, estaciones de radio de casi todo el mundo, era increíble y aunque casi nunca entendía, me encantaba escuchar los diferentes idiomas.
Pero había algo que me tenía hipnotizada y es que en el fondo de la casa, había una habitación donde papá tenía un gigantesco radio de color gris marca Fisher, con un dial con decenas de numeritos que indicaban las frecuencias. Se podía escuchar, estaciones de radio de casi todo el mundo, era increíble y aunque casi nunca entendía, me encantaba escuchar los diferentes idiomas.
Yo estaba pendiente de la llegada de papá, miraba por la ventana y esperaba verle en su motocicleta. Era la primera en abrir la puerta de la casa y a viva voz anunciaba que papá ya estaba aquí, me apresuraba a quedarme en la orilla del corredor y con ansias le veía bajarse de la moto, subir las once gradas de la casa y acercarse a mí. Con alegría me aferraba a su cuello en un caluroso abrazo, le preguntaba cómo le había ido (tal vez porque siempre escuchaba a mamá hacerle la misma pregunta todos los días al llegar por la noche a casa) a la vez que le daba un beso en la mejilla, él me correspondía el beso y me decía que bien, pero al incorporarse nuevamente y dirigirse dentro de la casa, yo pasaba a un plano tácito.
Cuando regresaba al trabajo se despedía de cada una de nosotras y al llegar donde estaba yo, me besaba y yo aprovechaba para decirle: "me traes algo de allá". Al principio solo sonreía, luego ante mi insistencia, me respondió: "está bien."
El 16 de julio, cuando vi el enorme cohete listo en la plataforma de lanzamiento no quería ni pestañear. Empezó el conteo regresivo, de pronto la explosión de fuego en los enormes cilindros donde los motores encienden el combustible y empieza a levantarse aquel coloso de metal. La gigantesca nube que invadió todo a su alrededor me hizo un nudo en la garganta, era impresionante, la emoción me tenía pegada al piso.
¡Se está moviendo, se eleva, el Apolo se eleva! Era todo lo que podía pensar.
A pesar de mi edad, la emoción no me dejaba hablar, seguía aquella enorme columna de fuego levantando al cohete y al poco tiempo se desprendió su base, pero seguía hacia arriba, hacia el infinito.
De ahí en adelante, la Astronomía se me metió hasta por los poros. El 20 de Julio estuve sentada en el suelo, sobre un cojín, esperaba tener noticias de papá, quería saber cuándo podría ver por tele el alunizaje. Las imágenes no eran como los televisores de ahora y no recuerdo en qué canal lo vi, pero poder seguir todo el proceso que involucraba el lanzamiento espacial fue algo que tengo en mi memoria como si fuese ayer. No importa cuánto tiempo pase, esa experiencia estará conmigo por siempre.
¡Se está moviendo, se eleva, el Apolo se eleva! Era todo lo que podía pensar.
A pesar de mi edad, la emoción no me dejaba hablar, seguía aquella enorme columna de fuego levantando al cohete y al poco tiempo se desprendió su base, pero seguía hacia arriba, hacia el infinito.
De ahí en adelante, la Astronomía se me metió hasta por los poros. El 20 de Julio estuve sentada en el suelo, sobre un cojín, esperaba tener noticias de papá, quería saber cuándo podría ver por tele el alunizaje. Las imágenes no eran como los televisores de ahora y no recuerdo en qué canal lo vi, pero poder seguir todo el proceso que involucraba el lanzamiento espacial fue algo que tengo en mi memoria como si fuese ayer. No importa cuánto tiempo pase, esa experiencia estará conmigo por siempre.
Cuando por fin pudimos ver al módulo lunar posándose en la Luna y a Neil Armstrong descender por la escalinata, mi boca estaba abierta, deseaba estar ahí también, esos momentos de gloria nunca se borrarán de mi mente, incluso me aprendí su frase: "Este es un pequeño paso para el hombre y un gigantesco salto para la Humanidad."
Papá cada vez que venía a casa, me traía libros, folletos, calcomanías, prendedores, aplicaciones, posters, tarjetas, las fotografías (especialmente la que se tomó desde la Luna hacia la Tierra) y por supuesto, escuchaba lo que podía de sus conversaciones con mamá.
De cada Apolo yo tenía tarjetas de colección y un cohete a escala del Apolo 11, de unos 50 cm de largo, desde la base hasta la punta. Se le ponía baterías y al encenderlo tenía por el costado una pequeñas llantitas que le permitían desplazarse por el piso encendiendo luces de color rojo, azul y amarillo. En la base tenía una palanca, que en un momento determinado con el cohete se detenido, se accionaba y hacía que éste empezara a levantarse casi verticalmente. Luego la punta del cohete se abría como pétalos de una flor y salía una paleta que en su extremo tenía el módulo lunar, producía algunos sonidos y se mantenía así por unos segundos. Luego el módulo volvía a introducirse en la punta, ésta se cerraba, el cohete volvía a descender, y nuevamente en posición horizontal, seguía rodando con sus luces por aquí y por allá.
Otro de mis juguetes favoritos, pero más delicado, era un modelo del Módulo Lunar pero hecho de cartón, que mi hermana mayor tuvo la gentileza de armar. Era como de 10cm de alto x 10cm de diámetro, pero por lo delicado de sus patas, era más de adorno, que un juguete en sí.
Cuando crecí y tuve la capacidad de leer y aprender me interesaron todos los programas, Gemini y Apolo, pero Apolo 11 siempre fue el consentido, por ser el primero que a mi corta edad pude ver, y porque la humanidad dejó por primera vez su huella más allá de nuestra esfera azul.
Todo el tiempo que se invirtió en los viajes a la Luna y que yo les pude dar seguimiento, me abrieron el camino hacia la contemplación del cielo nocturno.La Astronomía se hizo mi mejor compañera, toda la experiencia que viví, sigue tan viva hoy en día como en aquel entonces.
El 20 de julio de 1969 a las 20: 17:40 UT, cuando el módulo lunar Águila se posó sobre las arenas del Mar de la Tranquilidad, yo tenía 5 años, 10 meses, 11 días, 22 horas, 32 minutos y 40 segundos (http://www.timeanddate.com/date/duration.html).
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